Con
frecuencia escuchamos la palabra identidad usada en distintos contextos. Se
habla de documentos de identidad, otras veces se dice de alguien que tiene una
crisis de identidad, se habla también de identidad cultural y a veces, incluso,
leemos en las noticias deportivas que un equipo no respetó su “identidad
futbolística”. Aunque podemos usar la palabra identidad referida también a
cosas e ideas, como cuando se habla de identidad de un estilo arquitectónico o
artístico, la aplicación más frecuente y la más importante es la que se refiere
a seres humanos.
La
identidad personal está formada por esos
rasgos que lo hacen a uno, precisamente, identificable. Decimos que la
identidad de una persona está hecha de esas propiedades que perduran en el
tiempo y que la hacen, a esa persona, distinta a las demás y reconocida como un
individuo particular. Algunos psicólogos y filósofos de habla inglesa han
acuñado la palabra self, traducido al castellano como “sí mismo” para referirse
a la suma de esas características que la persona sabe que posee y que la hacen
diferenciable del resto de los congéneres.
¿Cómo se
forma la identidad o el self? La más influyente de las teorías, que es la
teoría del filósofo-psicólogo norteamericano George Herbert Mead, dice que un individuo construye su identidad
personal en una especie de diálogo con los demás. Las personas se
individualizan, es decir, adquieren una identidad, a través de la socialización.
Por un lado, nos dice esta teoría, está ese aspecto de nuestro self que es el
aspecto más íntimo o privado de nosotros mismos; es ese aspecto formado por
nuestros impulsos, por nuestro lado más creativo, más rebelde y más emocional.
Es ese lado de cada uno de nosotros que es el depositario de los deseos de
explorar nuevos territorios personales, depositario, en una palabra, de aquello
que nos hace los seres particulares e irrepetibles que cada uno de nosotros es.
Del otro lado está la sociedad, representada por las personas que nos cuidan al
comienzo de la vida, esos otros significativos que nos enseñan las cosas que se
consideran necesarias para hacernos personas autónomas, como por ejemplo las
normas morales que rigen o intentan
regir la vida de las personas.
La
identidad o el self es, entonces, resultado del encuentro de estos dos aspectos: nuestras motivaciones más íntimas y más creativas, con las normas que nos han enseñado nuestros mayores. Así, continúa esta teoría, pronto aprendemos
a relacionar esas motivaciones primarias con lo que los demás esperan de uno, y
esas expectativas de los otros como que se introducen en nuestra mente, se
“interiorizan” se diría en jerga psicológica. Incorporamos el punto de vista de
los otros, lo fusionamos, por decirlo de alguna manera, con nuestros deseos más
íntimos y eso sería lo que somos como individuos. Aprendemos a mirarnos a
nosotros mismos a través de las miradas de los demás. La identidad o el self es
el resultado de una especie de acuerdo, no siempre armonioso por supuesto,
entre lo más impulsivo de nuestro ser y las expectativas de los demás que hemos
interiorizado.
Son los
otros entonces los que nos ayudan, a través de innumerables conversaciones, a
definirnos como los seres que somos. Al comienzo de la vida es la madre o el
cuidador primario, y a medida que vamos creciendo ampliamos el círculo de
personas que va a participar en la construcción de nuestra identidad. Los otros
tienen, entonces, un papel importantísimo en la edificación de lo que somos
como individuos. Y como la identidad o la imagen que uno tiene de sí mismo está
cargada de valoraciones, puede decirse que los otros tienen una importancia
decisiva en cómo nos sentimos con nosotros mismos. Se dice por eso, con razón,
que la imagen de uno mismo es un factor importante en la auto-estima, y que una
persona con una imagen positiva y sólida de sí misma tiene una “buena
autoestima” y que, en cambio, una persona con una imagen degradada de sí mismo
tiene una “baja autoestima”.
Ahora bien,
dentro de la identidad personal existe un aspecto muy importante que tiene que
ver con los grupos a los que pertenecemos. Uno es identificado por esos rasgos
más personales como los talentos, las virtudes de carácter y demás, pero
también por las características que la sociedad le atribuye a los colectivos de
los que uno forma parte. Así, la identidad de uno va a estar constituida
también por si uno es hombre o mujer, por su orientación sexual, por sus rasgos
étnicos, por sus prácticas culturales, por sus creencias religiosas. Somos
vistos y juzgados también en función de esos colectivos. Y es aquí donde la
cuestión de la identidad adquiere importancia en la discusión política
contemporánea. Porque así como las identidades personales están sujetas a
valoraciones positivas o negativas, también las identidades culturales han sido
objeto de este tipo de valoraciones.
Con el
advenimiento de la modernidad y de la democracia; es decir, desde la Revolución Francesa y la
Declaración de la Independencia de los Estados Unidos de América, la sociedades
de Occidente empezaron a organizarse alrededor de principios normativos: los
nuevos principios igualitarios abrieron la posibilidad de revisión y de
discusión de los mecanismos sociales en virtud de los cuales las clases
sociales, la raza, el género y la orientación sexual serían valorados. Por
primera vez en la historia de la humanidad, la estima social otorgada a los
grupos dentro de una sociedad no se derivaría únicamente de la tradición.
Ahora, a través de una especie de gran conversación social, los grupos antes
desvalorizados tendrían la oportunidad de exigir la misma estima social, el
mismo respeto, que cualquier otro grupo.
Por eso la
identidad es importante en la discusión política contemporánea. Parte de la
felicidad de las personas está determinada por cómo uno es visto y valorado. El
mundo no ha llegado aún a ese punto
normativo ideal donde las distintas identidades colectivas reciban la misma
estima social. A ese punto, en buena cuenta, en el que el sentirse bien los unos
no requiera de la mortificación de otros.
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