Toda práctica
educativa, como defendió con tanto empeño Paulo Freire, implica una concepción
del ser humano y del mundo. La
ciudadanía a través de la educación responde a una concepción del mundo que
aspira a que prevalezcan los derechos humanos y la justicia social. Ambas cuestiones –educación y justicia
social- no han caminado tradicionalmente
juntas y ha supuesto, en muchos momentos, controversias irreconciliables. Considerarlas unidas, en estos momentos,
significa reconocer: primero, la exigencia y presión de la situación real del
mundo y su proyección de un futuro posible que demanda reformas imperiosas que
responden al deber moral y político de construir una cultura de paz; segundo, la
aceptación de la educación como empresa moral y política que constituye un
cúmulo de prácticas sociales que siempre plantean cuestiones sobre los
propósitos y criterios para la acción, sobre la aplicación de recursos y sobre
la responsabilidad y las consecuencias de dicha acción; tercero, el análisis
crítico del papel desempeñado por la institución escolar en la deslegitimación
de las desigualdades sociales a través de su estructura u organización como de
su propuesta curricular; y cuatro, la incapacidad de la sociedad de producir
trasformaciones en otros ámbitos que implica que estas se conduzcan a través
casi siempre de la educación.
Por otra parte, esta
controversia nos lleva a considerar que la formación de la ciudadanía debe ser
un factor de cohesión social que tenga en cuenta la diversidad de los
individuos y de los grupos humanos y al mismo tiempo evite cualquier tipo de
exclusión. Así la educación para la
ciudadanía se ve obligada a asegurar que cada persona se sitúe dentro de la
comunidad a la que pertenece, al mismo tiempo que se le suministran los medios
de apertura a otras comunidades.
La ciudadanía es por
esencia una cultura de la cooperación que implica para los centros educativos
la exigencia de una verdadera concienciación sobre su doble papel: educativo y
como instrumento para el cambio social.
Compartir con los demás implica para la educación una reformulación de
la organización escolar, redimensiona el papel de la cooperación como método
pedagógico y constituye un desafío para la función docente. Como señala al respecto Jurjo Torres se hace
necesaria la reconstrucción colectiva de la realidad dado que si la instrucción
es parte importante en la estrategia para preparar a sujetos, activos,
críticos, solidarios y democráticos para una sociedad que queremos transformar
en esa dirección, es obvio que en semejante misión podremos o no tener éxito,
en donde esa misma sociedad que nos rodea la podamos someter a revisión y
crítica, y desarrollemos aquellas destrezas imprescindibles para participar y
perfecciona la comunidad concreta y específica de la que formamos parte. Esto significa la creación de una cultura
cooperativa en los centros educativos
caracterizada por los siguientes rasgos: compromiso con el
autoperfeccionamiento; presencia de la
cooperación en todos los aspectos de la vida escolar; amplio acuerdo y consenso
sobre los valores educativos solidarios; creación y mantenimiento de un
ambiente de trabajo satisfactorio y productivo; desarrollo de la confianza
colectiva necesaria para responder de manera crítica al cambio; y reflexión en
la acción, sobre la acción y en relación a la acción.
Para que los protagonistas directos e
indirectos de la educación puedan implicarse es necesario asegurar su participación
a través de los canales democráticos ya establecidos que definen y orientan la
organización escolar. Y hay que tener presente que participar es comprometerse
con la escuela. Es opinar, colaborar,
criticar, decidir, exigir, proponer, trabajar, informar e informarse, pensar,
luchar por una escuela mejor porque, la democracia no se da a los miembros de
la comunidad educativa como algo acabado, como un logro ya ultimado. Es, por el contrario, una construcción en
constante dinamismo, una tarea inacabada, un reto permanente, una utopía inalcanzable
pero siempre perseguible.
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